Allá hasta las flores son altas. Las rosas y las camelias crecen en arbustos que parecen árboles. Aquí las astromelias con suerte crecen hasta los tobillos, en macetas, y para comprobarlo habrá que ser invitado a los patios o brincar muy alto. En mi casa se cuida más la vaina de solano que la vajilla. Allá las gladiolas crecen en las calles, sin mallas de alambre o rejas que las separen de las narices de los que instintivamente acercan sus caras a ellas. Aquí me enseñaron que las flores son para olerse.
Pero allá las flores son para admirarse. Las compran en montones en los mercados: tulipanes, muérdago y narcisos y mantienen sus ventanas imposiblemente transparentes para mostrarlas. Allá las bases de las ventanas acomodan más de un florero y acá son lo suficientemente chicas para que no quepa ni un pie.
Cuando plantaron las rosas en el Parque de la Amistad México-Azerbaiyán, los oficinistas cortaban las flores y las oficinistas cargaban una bolsita de plástico para llevárselas desde la raíz; las corredoras llevaban palas. Allá las enredaderas crecen sin esos miedos. En el canal que pasa por Witte Singel, hay flores que pasan tanto tiempo sin ser tocadas que aunque no sé nombrarlas, las llamo “fachadas” porque las reemplazan.
En el patio al frente de mi casa hay azaleas, aretillo y huele de noche, pero en el patio de atrás están los alcatraces, las azucenas y los agapantos. Tocando los pistilos supe que el polen me hace estornudar y arrancando pétalos de cempasúchil descubrí que me saca ronchas. Allá no supe a qué olían unas flores que parecían amapolas blancas. Allá las respetan demasiado como para hacer esas locuras, pero aquí la locura es que allá hay “patios de atrás” al frente y públicos. “Hofjes”, les llaman.
Pero en los hofjes se espera que la misma distancia que hay entre persona y persona, sea la misma que haya entre persona y flor. Tal vez por eso allá no se abrazan tanto (o tan apretado). Aquí la que está afuera es la jacaranda porque es lo suficientemente alta para que nadie arranque sus flores y lo suficientemente democrática como para tapizar las banquetas.
Entre “aquís” y “allás” tan decretados, le pregunto al amigo más alto que tengo sobre la relación de los holandeses con sus flores, y me contesta con una “erre” suave:
–A los turistas les encantan.
En Holanda se abrazan fuerte en las estaciones de tren y en México siguen plantando flores en los camellones de Reforma.
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