Sé con certeza que el gato del vecino hizo caca en mi jardín hace tres días y que se abonó a la tierra apenas hace dos. A diferencia de la de perro, la caca de gato tiene notas amoniacas que hacen de su presencia una obviedad. La de perro, en cambio, tiene un olor fétido, aunque menos venenoso. No obstante, compensa lo que le falta en  obviedad con el área que ocupa –también estoy familiarizada con la de perro que la vecina avienta a mi azotea. Cuando la caca de gato se abona a la tierra, huele a sándalo.
El crítico de arte, John Berger, luego de una operación de ojos, escribió Cataratas, donde dice lo siguiente:
“Cuando abres un diccionario y lo consultas, reencuentras o descubres por primera vez, la precisión de una palabra. No sólo la precisión de lo que denota, sino también el lugar preciso de la palabra dentro de la diversidad del lenguaje. Con ambas cataratas removidas, lo que veo con mis ojos es ahora como un diccionario que puedo consultar sobre la precisión de las cosas. Primero la cosa en sí y luego también su lugar entre otras cosas.”
Es verdad, los sentidos abren un lienzo de posibilidades vocabularias cuyo tamaño es directamente proporcional a la capacidad de sentir. Entonces, cuando tienes casi cinco dioptrías de astigmatismo y cuatro más de miopía, los ojos malhechos no son los mejores órganos en que confiar tu léxico. Y en el caso de tener un hoyito en el tímpano derecho, vestigio de una herida de cotonete autoinfligida –que en mi caso lo es–, los oídos agujerados tampoco lo son.
Sin embargo, mi nariz es grande y competente, como fue la de mi papá. Es igual de chata y ancha. No sé si él tuvo alguna preocupación empírica por las suyas, pero yo sé que mis narinas son lo suficientemente grandes para tres cosas: dos dedos de mi hermana, tres habas y distinguir entre la salsa verde con hoja de aguacate y la salsa verde sin hoja de aguacate. Los nardos de las gladiolas, el estragón del eneldo, el algodón del nylon y la caca de perro de la de gato. Veo mal, oigo mal, pero huelo bien, muy bien.
Como John Berger, me operé los ojos hace un par de años y ya no necesito anteojos; tengo una visión de 20/20. No obstante, al haber dependido tanto tiempo de una nariz, los ojos de pronto parecen insuficientes para sentir el mundo. Sí, el pasto es verde, el pesto, pero la verdad es que ambos huelen más verde de lo que se ven: el pasto a savia con urgencia y el pesto a albahaca modorra –cuando uno duerme su temperatura corporal aumenta considerablemente, haciendo que los poros se abran y despidan con vehemencia su olor natural. La albahaca del pesto huele a que apenas va abriendo los ojos.
Soy particularmente buena en distinguir olores de especias; son mis favoritas. Mi cocina huele a comino y ajo, mi cuarto a algodón y canela, y mi sala a flores con agua vieja, anís, Pinol y notas del sillón de mi papá. No son olores elegantes, ni armoniosos, pero la combinación de todos ellos me hacen salivar con antojo de habitar todos los cuartos a la vez.
Los menos favoritos son el olor de frijoles cociéndose, el de cerezas en almíbar y el del extracto de rosas; pensar en ellos es una prueba de voluntad para mi reflejo nauseoso. No obstante, mi olor preferido le pertenece a alguien. Huele a una sábana de algodón tibia  tamaño galleta que sopeas en néctar tamaño taza, como pan en café. Es un olor un poquito más humano que el del resto de nosotros. Igual de intoxicante que el del sándalo, pero totalmente opuesto en cuanto a cadencia y efecto.
Hace unos años, me perforé la narina izquierda. La angustia que conllevó la falta de completitud me obligó a deshacerme del arete luego de apenas dos días. Sentía que algo se me escapaba por ahí, como un glaucoma nasal. Es trágico, realmente, cómo un órgano tan vital, por lo menos en mi caso, es completamente ignorado por el cerebro. Ojos sanos y los míos, la ignoran para darle preferencia a la vista, que nada extraordinario me ha dejado.
El olor del sillón de mi papá ya está desapareciendo: el interesado tiene que apretar su cara con enjundia en el respaldo. Es extraño empezar a asumir esta nariz como completamente mía porque siempre fue suya, todos lo decían. Dada la oportunidad de elegir, tal vez preferiría verla siempre.
Hay un poema de Sarah Kay en el que reparte su cuerpo a quién, a su parecer, le pertenece, se llama En caso de emergencia. 
En caso de emergencia:
[…] Laven mi boca. Bien.
Regrésensela a mi madre. Siempre ha sido de ella.
[…] Si queda algo de música, pueden desamarrarla de mi garganta.
De cualquier manera se estaba muriendo ahí dentro.
Toda la piel holgada, regrésenla al sol.
Regresen las plantas de mis pies al árbol de mi jardín.
Dejen que el que me ame haga una almohada con mi cabello.
Denle a mi hermano mi oreja izquierda,
Siempre esperaba a que la tomara.
Denle mi oreja derecha al trueno,
Debí regresarla hace mucho tiempo.
Entonces, en caso de emergencia, lleven mis ojos a ver las letras que nunca pudieron leer de lejos (o déjenlos en la azotea para vigilar al perro de la vecina) y lleven mis orejas un poquito más cerca de las bocinas. Si alguien intenta hacer una almohada con mi cabello, ¡no lo dejen! Pero en caso de emergencia, por favor, regresen mi nariz a mi papá porque siempre fue suya.
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